viernes, 10 de octubre de 2008

En el Nombre de Jesús - Un nuevo modelo de responsable de la comunidad cristiana




EN EL NOMBRE DE JESÚS

Un nuevo modelo de responsable de la comunidad cristiana.



Por Henry J.M.Nouwen.


INDICE


I Del sentirse importante a la Oración
II De la popularidad al servicio ministerial
III Del guiar al ser guiado


I - DEL “SENTIRSE IMPORTANTE” A LA ORACION


La tentación: Sentirse importante

Lo primero que me impactó cuando empecé a vivir con disminuidos psíquicos fue que lo que a ellos les gustaba o les desagradaba no tenía ab­solutamente nada que ver con las cosas «útiles» que yo había hecho hasta entonces. Como es­taban incapacitados para leer mis libros, no po­dían impresionarles. Y como la mayoría nunca ha­bía asistido a ninguna escuela, mis veinte años en Notre Dame, Yale y Harvard nada significaban para ellos como carta de presentación de mi per­sona. Mi experiencia importante en el mundo del ecumenismo era, evidentemente, un dato de me­nor valor todavía. Cuando, durante la cena, ofrecí carne a uno de los auxiliares, uno de los dismi­nuidos me dijo: «No le des carne. No la come. Es presbiteriano».
Me angustiaba el hecho de no poder utilizar las capacidades y técnicas que me habían sido tan útiles a lo largo de mi vida. De repente, tuve que enfrentarme con mi realidad íntima, desnuda, abierta a aceptaciones y rechazos, abrazos y gol­pes, sonrisas y lágrimas, dependiendo simple­mente de cómo era yo percibido por ellos en cada momento. En cierta forma, me pareció que mi vida empezaba de nuevo desde cero. Amistades, relaciones, fama, nada de eso tenía importancia alguna a partir de aquel momento.
Esta experiencia fue y sigue siendo, en muchos sentidos, la más importante de mi nueva vida, porque me obligó a descubrir mi verdadera identidad. Estas personas rotas, heridas y sin pretensión alguna, me obligaron a desprenderme de mi ego, al que daba yo tanta importancia -el ego capaz de hacer cosas, mostrarlas, demostrarlas, construirlas-, y me obligaron a recuperar mi otro ego, el desnudo, en el que soy completamente vulnerable, abierto a recibir y a ofrecer amor, sin tener en cuenta ningún tipo de logros.
Os digo todo esto porque estoy profundamente convencido de que el líder cristiano del futuro está llamado a ser alguien completamente irrelevante, y a presentarse ante el mundo ofreciendo solamente su persona totalmente vulnerable. Así es como Jesús vino a revelarnos el amor de Dios. El gran mensaje que debemos ofrecer, como servidores de la Palabra de Dios y discípulos de Je­sús, es que Dios nos ama, no por lo que hace­mos o logramos, sino porque Dios nos ha creado y redimido por amor, y nos ha escogido para pro­clamar ese amor como la verdadera fuente de toda vida humana.
La primera tentación de Jesús fue la de sentir­se importante, convirtiendo las piedras en panes. ¡Cuántas veces he deseado yo poder hacerlo! Paseando por los barrios jóvenes de las afueras de Lima, donde los niños mueren de mal nutrición y de enfermedades por beber agua contaminada me hubiera costado mucho renunciar a la capacidad de convertir las calles sucias, pedregosas en lugares en los que las personas pudieran, en un momento dado, levantar del suelo una de los miles de piedras que allí existen para descubrir que eran croissants, pasteles u hogazas de pan recién horneado, y donde, al llenar el cuenco de sus manos con el agua contaminada de las cis ternas, descubrieran con alegría que estaban bebiendo una leche deliciosa.
¿No estamos llamados nosotros, los sacerdotes y los servidores de Dios, a ayudar a las per sonas, a alimentar a los hambrientos, a salvar los que mueren de inanición? ¿No estamos llamados a hacer que las personas se den cuenta de que nosotros podemos contribuir a que sus vidas sean diferentes? ¿No estamos llamados curar a los enfermos, a alimentar a los hambrientos, a aliviar los sufrimientos del pobre? A Jesús se le plantearon las mismas preguntas, pero cuando se le quiso forzar a probar su poder de Hijo de Dios por el hecho deslumbrante de convertir las piedras en panes, se aferró a su misión de proclamar la Palabra y dijo: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
Una de las principales fuentes de sufrimiento en la vida ministerial es una baja autoestima. Muchos sacerdotes y servidores de la Palabra de Dios se ven hoy cada vez más a sí mismos como personas con muy poca capacidad de impacto. Trabajan muchísimo, pero no ven que las cosas cambien. Parece como que sus esfuerzos no ob­tienen ningún fruto.
Se enfrentan a una participación cada vez me­nor en los actos de culto y descubren que, con frecuencia, las personas confían más en psicó­logos, psicoterapeutas, consejeros matrimoniales y médicos, que en ellos. Una de las constatacio­nes más penosas para muchos líderes cristianos es la de que cada vez menos jóvenes se sienten atraídos a seguir sus pasos. Parece que en nues­tro tiempo, el sacerdocio, o cualquier otro tipo de dedicación al servicio ministerial, es algo a lo que no vale la pena dedicar la vida. En la Iglesia ac­tual se están dando, a la vez, un sentimiento de insatisfacción generalizada y un estado de ánimo que nos lleva a criticar todo. ¿Quién puede vivir mucho tiempo en este clima sin correr el peligro de caer en la depresión? El mundo secular que nos rodea nos dice a voz en grito: «Podemos cuidarnos nosotros mismos. No necesitamos de Dios, ni de la Iglesia, ni de un sacerdote. Tene­mos el control. Y cuando no es así, es que te­nemos que trabajar más para conseguirlo.
El problema -piensan muchos- no es la falta de fe sino la falta de competencia. Si caes en­fermo, necesitas un médico competente; si eres pobre, debes recurrir a políticos competentes; si surgen problemas de orden técnico, los solucio­narán ingenieros competentes; si hay guerras, las remediarán unos negociadores competentes. Du­rante siglos, nos hemos servido de Dios, de la Iglesia y de sus ministros para realizar las tareas que no eran competencia de nadie. Pero hoy, esos vacíos se llenan con otros medios, y no ne­cesitamos ya respuestas de tipo espiritual a pre­guntas de orden práctico».
En este clima de secularización, los líderes cris­tianos sienten que juegan un papel cada vez me­nos importante, cada vez más marginal. Muchos empiezan a preguntarse para qué seguir en el servicio ministerial. A menudo lo abandonan, se preparan para ocupar otros puestos de trabajo, y se unen a sus contemporáneos en su intento de contribuir de manera más eficaz a la creación de un mundo mejor.
Pero hay otra historia bien distinta. Bajo los grandes logros de nuestro tiempo existe una co­rriente profunda de desesperación. Al mismo tiempo que la eficacia y el dominio de la realidad son las grandes aspiraciones de nuestra socie­dad, el sentimiento de soledad, el aislamiento, la falta de amistad e intimidad, las relaciones rotas, el aburrimiento, los sentimientos de vacío y de­presión, y un sentimiento profundo de inutilidad llenan los corazones de millones de personas en nuestro mundo, totalmente orientado hacia el éxi­to.
La novela de Bret Easton Ellis, Menos que cero, describe de la manera más gráfica la pobreza moral y espiritual, que se da tras la fachada de riqueza, éxito, popularidad y poder de nuestro tiempo. En dramático staccato, describe la vida de sexo, drogas y violencia entre los jóvenes me­nores de veinte años, hijos e hijas de los artistas de Los Angeles. Y el grito que se levanta tras toda esa decadencia es claro: «¿Hay alguien que me ame? ¿Hay alguien a quien yo le importe ver­daderamente? ¿Hay alguien que quiera quedarse conmigo? ¿Hay alguien que quiera estar a mi lado cuando pierda el control de mí mismo, cuando sienta ganas de llorar? ¿Hay alguien que quiera apoyarme y hacerme sentir que pertenezco a algo o a alguien? Sentirse un ser sin importancia es una experiencia más general de lo que pensamos cuando miramos este mundo que aparenta ser tan autosuficiente. La tecnología médica y el trá­gico aumento de los abortos pueden hacer dis­minuir radicalmente el número de disminuidos psíquicos en nuestra sociedad pero es cada día mayor el número de personas que sufren profun­das minusvalías morales y espirituales, sin tener idea alguna de dónde encontrar curación.
Aquí es donde se ve muy clara la necesidad del nuevo sentido del liderazgo cristiano. El líder del futuro será quien se atreva a proclamar su irrelevancia en el mundo contemporáneo como una vocación divina que le permita entrar en pro­funda solidaridad con la angustia que subyace bajo el brillo del éxito, y llevar hasta allí la luz de Jesús.

La pregunta: «¿Me amas?»

Antes de encomendar Jesús a Pedro la misión de apacentar su rebaño, le preguntó: «Simón, hijo de Juan, me amas más que éstos?» Le preguntó por segunda vez: «¿Me amas?». Y volvió a pre­guntarle por tercera vez: «¿Me amas?». Debemos escuchar esta pregunta como algo clave en nues­tro servicio ministerial cristiano. Es la pregunta que puede permitir que nos sintamos irrelevantes y, al mismo tiempo, darnos confianza en nosotros mismos.
Fijémonos en Jesús. El mundo no le prestó atención alguna. Fue crucificado, eliminado. Su mensaje de amor fue rechazado por un mundo en busca de poder, eficacia y dominio. Pero vedlo apareciéndose, con las heridas en su cuerpo glo­rioso, a unos pocos amigos que tuvieron ojos para ver, oídos para escuchar y corazones para comprender. Este Jesús rechazado, desconocido, herido, preguntó simplemente: «¿Me amas, me amas de verdad?» Aquel cuya meta única fue anunciar el amor incondicional de Dios, no hizo más que una pregunta: «¿Me amas?»
La pregunta no es: ¿Cuántas personas te to­man en serio? ¿Qué metas te propones alcanzar?
¿Puedes presentar resultados concretos? Sino: ¿Amas a Jesús? Quizá otra manera de hacer la pregunta sería: ¿Conoces a Dios encarnado? En nuestro mundo, lleno de soledad y desespera­ción, hay una enorme necesidad de hombres y mujeres que conozcan el corazón de Dios, un corazón que perdona, que ama, que sale a nues­tro encuentro y quiere curarnos. En este corazón no hay lugar para el recelo, ni la venganza, ni el resentimiento, ni el mínimo matiz de odio. Es un corazón que únicamente quiere dar amor y reci­birlo como respuesta. Es un corazón que sufre inmensamente porque ve la enormidad del sufri­miento humano y la gran resistencia a confiar en el corazón de Dios, que quiere ofrecer consuelo y esperanza.
El líder cristiano del futuro es el que conoce verdaderamente el corazón de Dios hecho carne, «un corazón de carne», en Jesús. Conocer el co­razón de Dios significa, pues, de una forma ra­dical y concreta, anunciar y revelar que Dios es amor y sólo amor, y que siempre que el miedo, la soledad y la desesperación empiezan a invadir el alma humana, se está produciendo algo que nunca viene de Dios. Esto parece algo muy sen­cillo, quizá hasta trivial, pero muy pocas personas conocen que son amadas sin condición alguna, sin límites. Este amor incondicional y sin límites es lo que san Juan llama el amor primero de Dios. «Nosotros debemos amarnos», dice, «por­que él nos amó primero» (1 Jn 4,19). El amor que a menudo nos deja llenos de dudas, frustrados, enfadados y resentidos es el segundo amor, es decir, la afirmación, el afecto, la simpatía, el alien­to y el apoyo que recibimos de nuestros padres, profesores, cónyuges y amigos. Todos sabemos hasta qué punto este amor es limitado, fraccio­nado y muy frágil. Tras muchas de las expresio­nes de este segundo amor hay siempre la posi­bilidad del rechazo, de la traición, del castigo, del chantaje, de la violencia e, incluso, del odio. Mu­chas películas y obras de teatro de nuestros días nos pintan las ambigüedades y ambivalencias de las relaciones humanas. Y no hay amistades, ma­trimonios o comunidades en los que las tensiones y el estrés de este segundo amor no se hagan profundamente presentes de alguna manera. A menudo parece que tras situaciones aparente­mente agradables, tras las sonrisas de la vida diaria, hay muchas heridas abiertas que llevan nombres como desamparo, traición, rechazo, rup­tura y pérdida. Todas ellas forman la cara som­bría del segundo amor y revelan la oscuridad que nunca abandona por completo el corazón del hombre.
La radicalidad de la Buena Nueva es que este segundo amor es solamente un reflejo desfigu­rado del primer amor, que es el que Dios nos ofrece, y en el que no hay sombra alguna. El corazón de Jesús es la encarnación del primer amor de Dios, libre de toda sombra. De su co­razón brotan manantiales de agua viva. Clama a voz en grito: «Si alguien tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37). «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas» (Mt 11,28-29).
De este corazón brotan las palabras: «¿Me amas?» Conocer el corazón de Jesús y amarlo son equivalentes. El conocimiento del corazón de Jesús es el conocimiento del corazón por anto­nomasia. Si vivimos en este mundo, imbuidos de este conocimiento, seremos, necesariamente, portadores de curación, reconciliación, nueva vida y esperanza a cualquier lugar al que vayamos. El deseo de ser importantes y de tener éxito desa­parecerá gradualmente, y nuestra única aspira­ción será decir con toda el alma a nuestros her­manos y hermanas: «Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre» (Salmo 139,13).

La práctica: La oración contemplativa

Para vivir una vida que no esté dominada por el deseo de sentirse importante, sino anclada fir­memente en el conocimiento del primer amor de Dios, tenemos que ser místicos. Místico es una persona cuya identidad está profundamente en­raizada en el amor primero de Dios.
Si hay algún eje central que vaya a necesitar el líder cristiano del día de mañana, es el de vivir constantemente en la presencia del Uno que no deja de preguntarnos: «¿Me amas?» «¿Me amas?» «¿Me amas?». Es la práctica de la oración con­templativa. Por medio de esta oración, podemos evitar sentirnos arrastrados de un asunto urgente a otro y de ser unos extraños a nuestro propio corazón y al de Dios. La oración contemplativa nos hace sentirnos constantemente como en casa, enraizados y a salvo, incluso hasta cuando estamos de camino de un sitio a otro y, a me­nudo, rodeados por sonidos de violencia y de guerra. La oración contemplativa nos ayuda a profundizar en el conocimiento de que ya somos libres, de que hemos encontrado un lugar en el que permanecer, de que ya pertenecemos a Dios, incluso cuando todo y todos a nuestro al­rededor parecen sugerirnos lo contrario.
A los sacerdotes y a cuantos se dediquen al servicio ministerial en el futuro no les bastará con ser personas honradas, bien preparadas, deseo­sas de ayudar a sus hermanos los hombres, y capaces de responder con creatividad a los pro­blemas candentes de nuestro tiempo. Todo eso es muy valioso e importante, pero no es lo esen­cial del liderazgo cristiano. La pregunta central es: ¿los líderes del futuro son verdaderos hombres y mujeres de Dios, personas que experimentan el deseo ardiente de vivir en la presencia de Dios, de escuchar la voz de Dios, de mirar la belleza de Dios, de estar en contacto con la Palabra en­carnada de Dios y de saborear plenamente la in­finita bondad de Dios?
El sentido primero de la palabra «teología» es el de «unión con Dios en la oración». Hoy, la teo­logía se ha convertido en una materia académica más y, a menudo, los teólogos encuentran que les es difícil orar. Pero para el futuro del liderazgo cristiano es de vital importancia el aspecto místico de la teología, de tal manera que cuanto se diga, todo consejo que se dé, y toda estrategia que se desarrolle proceda de un corazón que conoce ín­timamente a Dios. Tengo la impresión de que mu­chos de los debates dentro de la Iglesia sobre problemas como el papado, la ordenación de las mujeres, el matrimonio de los sacerdotes, la ho­mosexualidad, el control de la natalidad, el aborto y la eutanasia se plantean, en primer lugar, desde un punto de vista moral. Así, las diferentes partes discuten agriamente sobre si están bien o no. Pero esta discusión queda fuera de la experiencia del primer amor de Dios que subyace en toda relación humana. Palabras como de derechas, reaccionario, conservador, liberal y de izquierdas son usadas para juzgar las opiniones de las per­sonas, y así, muchas discusiones parecen más batallas políticas por el poder que una búsqueda espiritual de la verdad.
Los líderes cristianos no pueden ser simple­mente personas con opiniones bien formadas so­bre los problemas candentes de nuestro tiempo. Su liderazgo debe enraizarse en la amistad per­manente, íntima, con la Palabra encarnada, Je­sús, y necesitan encontrar ahí la fuente de sus palabras, consejos y orientaciones. Por medio de la práctica de la oración contemplativa los líderes cristianos deben aprender a escuchar una y mil veces la voz del amor y a encontrar allí la fuente de la sabiduría y del valor para orientar cualquier problema que se les plantee. Tratar sobre proble­mas importantes sin estar enraizado en una re­lación personal profunda con Dios conduce fácil­mente a la división porque, antes de darnos cuenta, nuestro ego se siente implicado en nues­tra opinión sobre cualquier tema. Pero cuando es­tamos firmemente arraigados en una intimidad personal con la fuente de la vida, podemos ser flexibles sin caer en el relativismo, firmes en nuestros planteamientos sin ser rígidos, espontáneos en el diálogo sin llegar a ser ofensivos, corteses y generosos a la hora del perdón sin ser exce­sivamente blandos, y verdaderos testigos sin con­vertirnos en manipuladores.
Para que el liderazgo cristiano sea verdadera­mente fructífero en el futuro, se requiere un giro desde la moral a la mística.


II - DE LA POPULARIDADAL SERVICIO MINISTERIAL

La tentación: Ser espectacular

Voy a hablaros de otra experiencia personal, fruto de mi traslado de Harvard a El Arca. Fue la de compartir el servicio ministerial. Fui educado en el seminario de forma que concebí el minis­terio como algo esencialmente individual. Tenía que estar bien preparado y bien formado; des­pués de seis años de preparación y formación, se me consideró capacitado para predicar, ad­ministrar los sacramentos, aconsejar y dirigir una parroquia. Se me hizo sentir como un hombre al que se le envía a hacer un largo camino, con una mochila a la espalda, con todo lo necesario para ayudar a las personas con las que va a encon­trarse en el camino. Las preguntas tenían res­puestas, los problemas soluciones y las penas tenían sus medicinas correspondientes. Lo único que hacía falta era saber con cuál de los tres campos se estaba trabajando en cada caso. Al cabo de los años, me di cuenta de que las cosas no eran tan sencillas. Pero mi visión individualista del sacerdocio no cambió. Cuando me convertí en profesor, me sentí todavía más empujado a hacer las cosas a mi manera. Podía escoger mi temario, mi propio método y, a veces, incluso hasta los alumnos. Nadie me cuestionaba mi ma­nera de hacer las cosas. Y cuando terminaba la clase, era completamente libre de hacer lo que quería. ¡Al fin y al cabo todo el mundo tiene de­recho a su vida privada!
Pero cuando llegué a El Arca, este individualis­mo fue puesto en tela de juicio. Aquí era uno más entre los muchos que intentaban llevar una vida totalmente integrada con la de los disminuidos. Y el hecho de ser sacerdote no me daba licencia para hacer las cosas a mi manera. Todo el mun­do quería saber mi paradero durante todas las horas del día. Y todos mis movimientos eran su­pervisados. Se me asignó un miembro de la co­munidad para que me acompañara; se formó un pequeño grupo para ayudarme a decidir qué in­vitaciones aceptar o rechazar; y la pregunta que con más frecuencia me hacían las personas dis­minuidas con las que vivía era: «¿Vas a volver a casa esta noche?» En una ocasión en la que salí de viaje sin despedirme de Trevor, uno de los disminuidos con los que vivo, la primera llamada telefónica que recibí al llegar a mi destino, fue la suya, preguntándome con una voz temblorosa por el llanto: «Henri, ¿por qué nos has abando­nado? Te echamos mucho en falta. Por favor, vuelve».
Al vivir con una comunidad formada por per­sonas profundamente heridas, he llegado a la conclusión de que había estado viviendo la mayor parte del tiempo como un funambulista, que se pasea arriesgadamente, apoyando sus pies en un cable muy fino, colocado allá arriba, muy alto, in­tentando ir de una torre a otra, siempre en espera del aplauso, en el caso de no caerse o romperse una pierna.
Precisamente la segunda tentación de Jesús fue la de hacer algo espectacular, algo que podía haberle hecho arrancar del público un fuerte aplauso: «Arrójate desde el alero del templo y deja que los ángeles te recojan y te lleven en sus brazos». Pero Jesús rechazó convertirse en un acróbata. No vino para demostrar a los demás lo que era. ,No vino para andar sobre carbones en­cendidos, tragar fuego, o poner su mano en la boca de un león para demostrar que tenía algo importante que decir. «No tentarás al Señor tu Dios», dijo.
Cuando miráis a la Iglesia de hoy, fácilmente véis en ella el predominio del individualismo entre los sacerdotes y las demás personas dedicadas al servicio ministerial. Son pocos los que de entre nosotros tienen un repertorio de habilidades de las que estar orgullosos. Pero la mayoría de no­sotros siente que, si tiene que demostrar algo, debe hacerlo él solo. Podéis asegurar que la ma­yoría de nosotros nos sentimos funambulistas fra­casados después de haber descubierto que no teníamos poder de convocatoria de miles de per­sonas, que no éramos capaces de conseguir mu­chas conversiones, que no teníamos talento para inventar brillantes funciones litúrgicas, que no éra­ mos tan populares entre los jóvenes, los adoles­centes, o los ancianos, como habíamos pensado y que no éramos capaces de responder a las necesidades de nuestra gente, como habíamos esperado. Pero la mayoría todavía seguimos pen­sando que, idealmente, deberíamos haber sido capaces de hacer todo eso y de haberlo hecho con éxito. El deseo de fama y el heroísmo indi­vidual, aspectos tan evidentes de nuestra socie­dad competitiva, no son del todo ajenos a la Igle­sia. También en ella predomina la imagen del hombre o de la mujer que se han hecho a sí mismos, y que son capaces de hacer todo ellos solos.

La tarea: «Apacienta mi rebaño»

Después de haber preguntado tres veces a Pe­dro: «¿Me amas?», Jesús dice: «Apacienta mis corderos, cuida de mis ovejas, aliméntalas». Una vez seguro del amor de Pedro, Jesús le confía el trabajo ministerial. En el contexto de nuestra pro­pia cultura podríamos entender esto de forma muy individualista, como si Pedro hubiera sido en­viado en aquel momento a una misión heroica. Pero cuando Jesús habla sobre pastorear, no quiere que pensemos en un pastor valiente, so­litario, que cuida de un gran rebaño de ovejas obedientes. Da a entender de muchas maneras que el ministerio es una experiencia comunitaria y mutua.
En primer lugar, Jesús envía a los doce de dos en dos (Mc 6,7). No podemos olvidar este hecho. No podemos llevar la Buena Nueva por nuestra cuenta. Hemos sido llamados a proclamar el Evangelio juntos, en comunidad. Aquí se deja ver claramente la sabiduría divina. «Si dos de voso­tros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celes­tial. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos»
(Mt 18,19-20). Seguramente habréis descubierto por vosotros mismos que es radicalmente dife­rente viajar solo a hacerlo en compañía. Yo he comprobado muchas veces lo difícil que me re­sulta ser fiel a Jesús cuando estoy solo. Necesito a mis hermanas y hermanos para que recen con­migo, para que hablen conmigo sobre la misión espiritual que llevamos entre manos, y para exi­girme permanecer limpio de mente, de corazón y de cuerpo. Pero hay algo mucho más importante: es Jesús quien cura, no yo; es Jesús quien dice las palabras de la verdad, no yo; Jesús es el Señor, no yo. Esto se hace patente cuando pro­clamamos juntos el divino poder redentor. Evi­dentemente, cuando trabajamos juntos en un ser­vicio ministerial, les resulta más fácil a las per­sonas darse cuenta de que no vamos en nuestro propio nombre, sino en nombre del Señor Jesús que nos ha enviado.
Antes viajaba mucho. Predicaba, dirigía ejerci­cios espirituales, daba lecciones magistrales y conferencias orientadoras sobre temas trascen­dentales. Pero siempre iba solo. Ahora, siempre que soy enviado por la comunidad para hablar, donde sea, la misma comunidad hace lo posible para que alguien vaya conmigo. El hecho de estar aquí con Bill es expresión concreta de la visión de que no solamente debemos vivir en comuni­dad, sino ejercer nuestro ministerio en comuni­dad. Bill y yo hemos sido enviados a vosotros por nuestra comunidad con la convicción de que el mismo Señor que nos ha unido en el amor, se nos revelará a nosotros y a otros si hacemos el camino juntos.
Pero hay todavía más. El ministerio no es sólo una experiencia comunitaria; es también una ex­periencia mutua. Jesús, hablando de su ministerio pastoral, dice: «Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, lo mismo que mi Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él. Y, como buen pastor, yo doy mi vida por las ovejas». (Jn 10,14-15). Jesús quiere que ejer­zamos nuestro ministerio como lo hizo El. Quiere que Pedro apaciente sus ovejas y que las cuide, no como los «profesionales», que conocen los problemas de sus clientes y los cuidan, sino como hermanos y hermanas vulnerables, que co­nocen y son conocidos, que cuidan, y a su vez son cuidados, que perdonan y son perdonados, que aman y son amados. De algún modo, en el mundo actual hemos llegado al convencimiento de que el liderazgo exige poner una cierta dis­tancia respecto a aquellos a los que se está lla­mado a guiar. La medicina, la psiquiatría y el tra­bajo social, todos nos ofrecen unos modelos en los que el «servicio» tiene lugar en una sola di­rección. Uno sirve, y el otro es servido, y ¡cuidado con confundir los papeles! Pero ¿cómo va alguien a entregar su vida por aquellos con los que no se le permite ni siquiera entrar en una relación personal de amistad? Entregar tu vida significa hacer accesible a los demás tu propia fe y tus dudas, tu esperanza y tu desesperación, tu gozo y tu tristeza, tu valor y tu miedo, como caminos para entrar en contacto con la vida del Señor.
No somos los que curan, los que reconcilian, los que dan la vida. Somos personas pecadoras, que­bradas, vulnerables, que necesitan tantos cuidados como aquellos a quienes cuidamos. El misterio del servicio ministerial es que hemos sido escogidos para hacer de nuestro amor, limitado y muy condi­cionado, la puerta de entrada para el amor ilimitado e incondicional de Dios. Por eso, el verdadero minis­terio debe ser mutuo. Cuando los miembros de una comunidad de fe no pueden conocer realmente y amar a su pastor, el pastoreo se convierte rápida­mente en una forma sutil de ejercicio de poder, y empiezan a hacerse notar rasgos autoritarios, dicta­toriales. El mundo en que vivimos -el mundo de la eficacia y el dominio-, no tiene modelos que ofrecer a los que quieren ser pastores, de la forma en la que lo fue Jesús. Incluso las llamadas «pro­fesiones de ayuda», han sido secularizadas hasta tal punto, que la influencia mutua no puede ser vista más que como una debilidad y una forma peligrosa de confusión de papeles. El liderazgo del que nos habla Jesús es radicalmente distinto del que nos ofrece el mundo. Es un liderazgo de ser­vicio, usando el término de Robert Greenleaf
[1]
en el que el líder es un servidor vulnerable, que ne­cesita de las personas, tanto como las personas necesitan de él.

Pienso que está claro que la Iglesia del ma­ñana necesita un nuevo tipo de liderazgo, un li­derazgo que no tiene nada que ver con el juego de poderes del mundo, sino con la imagen del líder servidor, Jesús, que vino a dar su vida por la salvación de muchos.

La práctica: La confesión y el perdón

Después de todo lo que hemos dicho, nos en­frentamos a una pregunta: ¿Qué ejercicio, qué práctica necesita el líder del futuro para superar la tentación del heroísmo individual? Yo os pro­pondría la práctica de la confesión y el perdón. Igual que los líderes del futuro deben estar fuer­temente anclados en la oración contemplativa, deben ser personas dispuestas siempre a con­fesar su fragilidad y a pedir perdón a los que ofrece sus servicios ministeriales.
La confesión y el perdón son las formas con­cretas por las que nosotros, pecadores, nos ama­mos mutuamente. A menudo, tengo la impresión de que los sacerdotes y demás ministros forman parte del grupo de cristianos que menos se con­fiesa. El sacramento de la confesión se ha con­vertido con frecuencia en un medio de ocultar a nuestra comunidad nuestra propia vulnerabilidad. Se hace mención de los pecados, se pronuncian las palabras rituales del perdón, pero rara vez se da el auténtico encuentro en el que se experi­menta la presencia de Jesús que reconcilia y que cura. Hay tanto miedo, existe tal distanciamiento, tanta generalización, tan poca escucha real, tan pocas palabras reales, tan poco realismo en la absolución, que no se puede esperar que se dé en profundidad la realidad sacramental. ¿Cómo pueden los sacerdotes y las demás personas en­tregadas a los servicios ministeriales sentirse real­mente amados y cuidados cuando tienen que ocultar sus propios pecados y faltas a las per­sonas con las que se relacionan ministerialmente y tienen que buscar a una persona extraña a la comunidad para recibir un poco de consuelo y alivio? ¿Cómo pueden las personas cuidar ver­daderamente de sus pastores y ayudarles a que se mantengan fieles a su misión sagrada, cuando no los conocen y, por eso, no pueden amarlos profundamente? No me sorprende en absoluto que tantos sacerdotes y personas entregadas al servicio ministerial sufran una profunda soledad emocional, que frecuentemente sientan una gran necesidad de afecto y de intimidad, y que mu­chas veces experimenten un sentido profundo de culpabilidad y de vergüenza frente a su propia gente. A menudo parecen preguntarse: «¿Qué pa­saría si la comunidad de la que soy responsable conociera lo que estoy viviendo interiormente, lo que pienso y sueño, y adónde se me escapa la mente cuando me siento a mi mesa de trabajo?» Son precisamente los hombres y mujeres dedi­cados al liderazgo espiritual los que se ven fácil­mente enfrentados a la más cruda carnalidad. Y la razón de esto es que no conocen cómo vivir la
verdad de la Encarnación. Se aislan de su propia comunidad, intentan arreglar el mundo de sus propias necesidades ignorándolas o satisfacién­dolas en lugares lejanos y anónimos. Y así, ex­perimentan una creciente separación entre su mundo interior más íntimo y la Buena Nueva que anuncian, Cuando la espiritualidad se hace espi­ritualización, la vida del cuerpo se convierte en carnalidad. Cuando los servidores ministeriales y los sacerdotes viven su ministerio mayormente en sus mentes, y se relacionan con el Evangelio como si se tratara de un conjunto de ideas valio­sas que tienen que ser anunciadas, el cuerpo toma la revancha exigiendo a voz en grito afecto e intimidad. Los líderes cristianos están llamados a vivir la Encarnación, es decir, a vivir en el cuer­po, no solamente en sus propios cuerpos, sino también en el cuerpo de la comunidad como rea­lidad corporativa, y a descubrir ahí la presencia del Espíritu Santo.
La confesión y el perdón son, precisamente, las disciplinas por medio de las cuales la espirituali­zación y la carnalidad pueden ser evitadas para vivir la verdadera Encarnación. Por medio de la confesión, los oscuros poderes son arrancados de su propio aislamiento carnal, conducidos hacia la luz, y hechos visibles a la comunidad. Por me­dio del perdón, son desarmados, desvanecidos, y se hace posible una nueva integración entre cuerpo y espíritu.
Todo esto puede parecer muy fuera de la rea­lidad, pero cualquiera que tenga experiencia de haber trabajado con comunidades terapéuticas, como los Alcohólicos Anónimos o los Hijos de Alcohólicos, habrá experimentado el poder cura­tivo de esta práctica. Muchos, muchos cristianos, incluyendo en este grupo a sacerdotes y perso­nas entregadas al servicio ministerial, han des­cubierto el significado profundo de la Encarna­ción, no en sus iglesias, sino en las doce etapas de curación de los Alcohólicos Anónimos, o de los Hijos de Alcohólicos, y se han hecho cons­cientes de la presencia curativa de Dios en la comunidad confesante de aquellos que se atre­ven a buscar su curación.
Todo esto no quiere decir que las personas entregadas a servicios ministeriales o los sacer­dotes deban, explícitamente, proclamar sus pro­pios pecados y faltas desde el púlpito, o en la práctica de su ministerio diario. Eso sería enfer­mizo e imprudente, nunca una forma de servicio de liderazgo. Quiere decir que los sacerdotes y los entregados al ministerio están llamados a for­mar parte de sus comunidades plenamente, que la comunidad tiene que responsabilizarse también de ellos, que necesitan su afecto y apoyo, y que están llamados a ejercer su ministerio con todo su ser, incluyendo en esa realidad la parte herida.
Estoy convencido de que los sacerdotes y per­sonas entregadas a la labor ministerial, especial­mente quienes se relacionan con personas an­gustiadas y que transmiten esa angustia a los que las tratan, necesitan contar con un lugar seguro para ellos. Necesitan un sitio en el que po­der compartir su profunda pena y sus luchas con personas que no necesiten de ellos pero que puedan guiarlos más profundamente todavía ha­cia el misterio del amor de Dios. Yo, personal­mente, me siento afortunado al haber encontrado un sitio así en El Arca, con un grupo de amigos que se preocupan por mis penas, a menudo ocul­tas, y me ayudan a mantenerme fiel a mi voca­ción por medio de su crítica amistosa y de su apoyo lleno de cariño. Quisiera que todos los sa­cerdotes y personas dedicadas al ministerio pu­dieran contar también con un lugar tan seguro.


III - DEL GUIAR AL SER GUIADO

La tentación: Tener poder

Os hablaré ahora de una tercera experiencia que he vivido al trasladarme de Harvard a El Arca. Fue claramente un cambio el de dirigir a ser di­rigido. De alguna manera había llegado a la con­clusión de que hacerme viejo y madurar como persona significaba automáticamente para mí un crecimiento en mi capacidad de liderazgo. De he­cho, con los años, me había ido haciendo cons­ciente del progreso de la seguridad en mí mismo. Sentía que sabía algo y que tenía la habilidad para expresarlo y ser escuchado. De alguna for­ma, me sentía cada vez con más poder.
Pero cuando entré en la comunidad de los dis­minuidos y de sus auxiliares, todo mi poder se vino abajo, y me di cuenta de que todas las ho­ras, días y meses estaban llenos de sorpresas -a menudo, sorpresas para las que no estaba en absoluto preparado. Si Bill estaba de acuerdo o no con mi sermón, no esperaba al final de la misa para decírmelo. Las ideas lógicas no reci­bían una respuesta lógica. A menudo, las per­sonas respondían desde unas posiciones muy profundas, haciéndome ver que lo que decía o hacía tenía muy poco que ver, si es que tenía algo, con lo que ellos vivían. Sus sentimientos y emociones no podían ser contenidos por medio de hermosas palabras y argumentos convincen­tes. Cuando las personas tienen una capacidad intelectual pequeña, dejan que sus corazones -sus corazones llenos de amor, sus corazones irritados, sus corazones anhelantes-, hablen di­rectamente, y, a menudo, de forma sencilla. Sin darme cuenta, las personas con las que vivía me hicieron saber hasta qué punto mi liderazgo se­guía siendo un deseo de dominar situaciones complejas, emociones confusas, y espíritus an­gustiados. Me llevó tiempo sentirme seguro en ese ambiente impredecible, y todavía vivo mo­mentos en los que me siento atrapado en mis viejos modos, y digo a todos que se callen, que piensen, que me escuchen, y que crean lo que les digo. Pero también me he ido haciendo cons­ciente del misterio de que el liderazgo significa, en gran parte, ser guiado.
Descubro que estoy aprendiendo muchas co­sas nuevas, no solamente acerca de las penas y dificultades de las personas heridas, sino también sobre sus gracias y dones únicos. Son mis maes­tros en temas como la alegría y la paz, el amor, la inquietud y la oración, cosas que nunca he podido aprender en ninguna academia. Me han enseñado también lo que nadie ha podido en­señarme hasta ahora sobre el dolor y la violencia, el miedo y la indiferencia. La mayoría de ellos me ofrecen un destello del amor primero de Dios, a
menudo en momentos en los que empiezo a sen­tirme deprimido y desanimado.
Todos conocéis cuál fue la tercera tentación de Jesús. Fue la tentación del poder. «Te daré todos los reinos de este mundo y su esplendor», dijo el demonio a Jesús.
Cuando me pregunto qué es lo que fundamen­talmente ha motivo a tantas personas a aban­donar la Iglesia en las pasadas décadas en Fran­cia, Alemania, Holanda y también en Canadá y en Norteamérica, la palabra «poder» me viene en seguida a la mente. Una de las mayores ironías de la historia de la Cristiandad es la de que sus líderes caen constantemente en la tentación del poder -poder político, militar, económico o moral y espiritual-, aunque siguen hablando en nombre de Jesús, que no se aferró a su poder divino, sino que se hizo uno de nosotros. La tentación de considerar el poder como un instrumento apto para la proclamación del Evangelio es la mayor de todas. Estamos oyendo que se dice y también se nos dice que tener poder -siempre que ese poder se ponga al servicio de Dios y de los hom­bres-, es una cosa buena. Con este argumento se emprendieron las cruzadas; se organizaron las inquisiciones; los indios fueron esclavizados; se desearon puestos de gran influencia; se constru­yeron palacios episcopales, espléndidas catedra­les, e impresionantes seminarios; y en todo ello se dio una manipulación de la conciencia. Siem­pre que nos enfrentamos a una crisis importante en la historia de la Iglesia, como el Cisma del siglo XI, la Reforma en el XVI, o la inmensa se­cularización en el XX, vemos que la causa fun­damental de la ruptura es el poder ejercido por los que proclaman ser seguidores de Jesús, po­bre y sin poder alguno.
¿Qué es lo que hace que la tentación del poder parezca tan irresistible? Quizá porque el poder hace de sustitutivo fácil de la difícil misión de amar. Parece más fácil ser Dios que amar a Dios; más fácil dominar a las personas que amarlas; más fácil poseer la vida que amarla. Jesús pre­gunta: «¿Me amas?» Nosotros preguntamos: «¿Podemos sentarnos a tu derecha y a tu izquier­da en el Reino?» (Mt 20,21). Desde que la ser­piente dijo: «...en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, cono­cedores del bien y del mal» (Gn 3,5), hemos su­frido la tentación de reemplazar el amor por el poder. Jesús vivió esta tentación de la forma más agónica desde el desierto hasta la cruz. La his­toria de la Iglesia, larga y llena de penalidades, es la historia de un pueblo continuamente puesto en la tentación de elegir el poder en vez del amor, de ser líder en vez de dejarse guiar. Los que resisten a esta tentación, y por eso nos lle­nan de esperanza, son los santos.
Una cosa veo clara: que la tentación del poder es mucho mayor cuando la propia intimidad se vive como una amenaza. Una gran parte del li­derazgo cristiano es ejercido por personas que no saben cómo desarrollar unas relaciones sa­nas, íntimas y, para llenar ese vacío, han optado por el poder y el dominio. Muchos constructores del «imperio cristiano» han sido personas inca­paces de dar y recibir amor.

El reto: «Otro te conducirá»
Volvamos de nuevo la vista a Jesús. Después de haber preguntado a Pedro tres veces si le amaba más que los demás. y después de ha­berle confiado tres veces pastorear su rebaño, dijo de una manera muy enfática:
«Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido
e ibas adonde querías; mas cuando seas viejo, extenderás los brazos,
y será otro quien te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir.»
(Jn 21,18)

Estas palabras fueron las que hicieron posible el cambio de Harvard a El Arca. Tocan al corazón mismo del liderazgo cristiano, y fueron pronuncia­das para ofrecernos en todo momento nuevas vías por las que dejar de lado cualquier tipo de poder y seguir el humilde camino de Jesús. El mundo dice: «De joven, eres una persona depen­diente, y no puedes ir adonde quieres. Pero cuando te hagas mayor, serás capaz de tomar tus propias decisiones, seguir tu camino, y dominar tu propio destino». Pero Jesús tiene una visión distinta de la madurez: es la capacidad y la vo­luntad de dejarte llevar adonde no quisieras ir. Inmediatamente después de que a Pedro se le confiara la misión de ser el pastor del rebaño, Jesús le enfrenta con la dura verdad de que el líder-servidor es el líder conducido a lugares des­conocidos, no deseados y penosos. El camino del líder cristiano no es el ascendente en el que se ha empeñado tanto nuestro mundo, sino el descendente, que termina en la cruz. Esto puede sonar a morboso y masoquista, pero para los que han oído la voz del primer amor y han dicho «sí», el camino descendente de Jesús es el camino del gozo y de la paz de Dios, gozo y paz que no son de este mundo.
Aquí estamos tocando la cualidad más impor­tante del líder cristiano del futuro. No es un li­derazgo de poder y dominio, sino de ausencia de poder y humildad en el que el sufriente servidor de Dios, Jesucristo, se hace presente. Evidente­mente que no me estoy refiriendo a un liderazgo psicológicamente débil en el que el líder cristiano sea una víctima pasiva de la manipulación del medio. No, me estoy refiriendo al liderazgo en el que el poder es constantemente abandonado en favor del amor. Es el verdadero liderazgo espiri­tual. La ausencia de poder y la humildad en la vida espiritual no hacen referencia a personas invertebradas y que abandonan las decisiones en manos de los demás. Se refieren más bien a las personas que aman tan profundamente a Jesús que están preparadas para seguirle adonde las guíe, confiando siempre que, con él, encontrarán vida, y la encontrarán en abundancia.
El líder cristiano del futuro necesita ser radical­mente pobre, haciendo el camino sin nada, salvo un cayado. «...ni pan, ni zurrón, ni dinero en la faja» (Mc 6,8). ¿Qué tiene de bueno ser pobre? Nada, salvo que nos ofrece la posibilidad de ser líderes dejándonos guiar. Dependeremos de las respuestas positivas o negativas de aquellos con los que hacemos el camino, y de esa forma, se­remos guiados verdaderamente hacia donde el Espíritu de Jesús quiera conducirnos. El bienestar y las riquezas nos impiden el auténtico discerni­miento del camino de Jesús. Pablo escribe a Ti­moteo: «Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones y trampas, y se dejan dominar por deseos insensatos y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición». (I Tim 6,9). Si hay algún tipo de esperanza para la Iglesia en el futuro, ésta será para una Iglesia pobre en la que sus líderes se dejen guiar.

La práctica: La reflexión teológica
¿Cuál es, después de todo lo que he dicho, la práctica que se exigirá al líder que quiera vivir con las manos siempre abiertas? Os propongo una: la de una profunda reflexión teológica. De la mis­ma forma que la oración nos hace continuar uni­dos al primer amor, y que la confesión y el per­dón mantienen nuestro ministerio en los límites de una labor común y mutua, de la misma manera una fuerte reflexión teológica nos permitirá dis­cernir de forma crítica hacia dónde somos guia­dos.
Pocos sacerdotes o personas entregadas a servicios ministeriales piensan de una manera teológica. Muchos de ellos han sido educados en un clima en el que las ciencias del comporta­miento como la psicología y la sociología, domi­naban de tal modo el medio educacional que han aprendido poca teología. La mayor parte de los líderes cristianos actuales se plantean problemas psicológicos o sociológicos, aunque los formulen en los términos de las Sagradas Escrituras. El verdadero pensamiento teológico, que es pensar con la mente de Cristo, es difícil de encontrar en la práctica del hombre entregado al servicio ministerial. Sin una sólida reflexión teológica, los lí­deres del futuro serán un poco más que pseu­dopsicólogos, pseudosociólogos, o pseudotraba­jadores sociales. Pensarán que se han convertido en personas con ciertas capacidades, animado­res, modelos de determinados roles, imágenes de padres o madres, hermanos o hermanas mayo­res, o algo parecido, y de esa forma se sentirán unidos a los incontables hombres y mujeres que se ganan la vida intentando ayudar al prójimo a desenvolverse en medio de las presiones y ten­siones de su vida diaria.
Pero esto tiene poco que ver con el liderazgo cristiano, porque el líder cristiano piensa, habla y actúa en nombre de Jesús, que vino al mundo para librar a la humanidad del poder de la muer­te, y abrirle el camino de la vida eterna. Para ser un líder así, es esencial ser capaz de discernir en cada momento cómo actúa Dios en la historia humana, y cómo los acontecimientos personales, los vividos en la pequeña comunidad, lo mismo que los que tienen lugar a nivel nacional e inter­nacional, y que suceden a lo largo de nuestras vidas, nos pueden hacer más y más conscientes de los caminos a los que somos llevados por la cruz y, a través de la cruz, a la resurrección.
La misión de los futuros líderes cristianos no es contribuir humildemente a la solución de las penas y tribulaciones de su tiempo, sino identifi­car y anunciar los caminos por los que Jesús está guiando al pueblo de Dios, liberándolo de la esclavitud, a través del desierto hacia la nueva tierra de la libertad. Los líderes cristianos tienen la difícil tarea de responder a los conflictos per­sonales y familiares, a las calamidades naciona­les, y a las tensiones internacionales, con una fe articulada en la presencia real de Dios. Tienen que decir «no» a toda forma de fatalismo, derro­tismo, accidentalismo e incidentalismo que hacen creer a las personas que las estadísticas nos di­cen la verdad. Tienen que decir «no» a toda forma de desesperación en las que la vida humana es vista como una pura cuestión de buena o mala suerte. Tienen que decir «no» a todos los intentos sentimentales de hacer que las personas desa­rrollen un espíritu de resignación o de indiferencia estoica frente a lo ineludible del dolor, el sufri­miento y la muerte. Es decir, tienen que decir «no» al mundo secular, y proclamar en términos clarísimos que la encarnación de la Palabra de Dios, por medio de la cual todo ha sido hecho, ha convertido el más mínimo acontecimiento his­tórico en un «kairos», es decir, en una oportunidad de ser guiados a profundizar en el corazón de Cristo. Los líderes cristianos del futuro tienen que ser teólogos, personas que conozcan el co­razón de Dios, y que estén preparadas, por me­dio de la oración, el estudio y un análisis cuida­doso, para manifestar la tarea salvadora de Dios en medio de los acontecimientos aparentemente fortuitos de nuestro tiempo.
La reflexión teológica consiste en meditar sobre las penosas y gozosas realidades de cada día con la mente de Jesús y, de ese modo, hacernos conscientes de que Dios nos guía con cariño. Es una disciplina dura, puesto que la presencia de Dios es una presencia escondida, que necesita ser descubierta. Los ruidos fuertes, tempestuosos del mundo nos dejan sordos para escuchar la voz suave, amable y amorosa de Dios. El líder cris­tiano está llamado a escuchar esa voz y a ser animado y consolado por ella.
Pensando en el futuro del liderazgo cristiano, estoy convencido de que tiene que ser un lide­razgo teológico. Para que esto sea así, tienen que cambiar mucho las cosas en los seminarios y es­cuelas de teología. Deben ser centros en los que las personas se preparen para un verdadero dis­cernimiento de los signos de nuestros tiempos. No puede ser solamente una preparación intelec­tual. Esa preparación exige una formación espiri­tual profunda que abarque a toda la persona, cuerpo, alma y corazón. Creo que somos cons­cientes sólo a medias de hasta qué punto se han secularizado incluso las escuelas de teología. Una formación de acuerdo con el pensar de Cristo, que no se dejó arrastrar por la tentación del po­der, sino que, por el contrario, se vació de sí mismo, tomando la forma de esclavo, no es el estilo de formación que se da en la mayoría de los seminarios. Todo, en nuestro mundo compe­titivo y ambicioso, está en contra de estas ideas.
Pero en la medida en que esta formación sea tenida en cuenta y llevada a cabo, en esa misma medida habrá alguna esperanza para la Iglesia del próximo siglo.


PREGUNTAS PARA TRABAJAR.
LIBRO “EN EL NOMBRE DE JESÚS”

Capítulo I
1- ¿Cuál es la realidad que enfrentan los líderes en el mundo de hoy?
2- Describe la realidad en que tú desempeñas tu rol de liderazgo/ animación.
3- ¿Cuáles son las dificultades que viven los líderes actuales para ejercer su liderazgo? ¿Y cuáles son,a tu modo de ver, las ventajas?
4- Relaciona la oración contemplativa con el liderazgo. ¿Cómo vives tú estas dos dimensiones? ¿Qué te aporta la mística a tu experiencia de servir a otros?

Capítulo II
1- ¿De qué manera el individualismo (tu propio yo) interfiere en tu experiencia como lider/ animador?
2- Describe las características del liderazgo como una experiencia con otros ¿En qué te ayuda la comunidad?
3- ¿Qué opinas sobre el concepto de líder como servidor vulnerable? ¿En qué te sientes identificado y en qué no?
4- La confesión y el perdón son dos dimensiones que nos ayudan a vivir intensamente una espiritualidad encarnada. ¿Cómo vives tú estos aspectos en medio de la comunidad que acompañas?
Capítulo III
1- ¿Por qué y para qué el liderazgo está relacionado con “dejarse guiar”? ¿Cómo comprendes tú este aspecto, al parecer tan contradictorio, con lo que se espera de un líder?
2- Revisa en tu vida, en tu propia historia, la relación del binomio poder- amor.
3- ¿Cuál es la visión de madurez que Jesús nos propone a través de su Palabra?
(cf/ Jn. 21.18) ¿Qué caracteriza a un líder servidor?
4- A la luz de lo expuesto por el autor, ¿Cuál es la misión de los futuros líderes cristianos? ¿Qué experiencias concretas de tu vida te han ayudado a desplegar tus potencialidades como líder- servidor? ¿Y cuales no? Descríbelas.
5- Relaciona el texto de Henry Nowen con la espiritualidad desde abajo. ¿Qué has aprendido? ¿Cuáles son tus conclusiones?


[1] * GREENLEAF, Robert K.: Servant Leadership: A Journey into the Nature of Legitimate Power and Greatness, New York/ Ramsey / Toronto: Paulist Press, 1977. 48

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